Desde
el título este libro nos habla de estructuras. Una matrioska es, como todos
saben, una serie de muñecas. La serie empieza con una muñeca que no está contenida
en ninguna otra y termina con una muñeca que no contiene ninguna otra.
Según
Gilles Deleuze, una serie, entendida como elementos pertenecientes a un mismo
conjunto (n1àn2àn3…) “opera una síntesis de lo homogéneo, no
distinguiendo cada nombre del precedente más que por su rango, su grado o su
tipo”[1].
Es decir, la segunda muñeca es indistinguible de la tercera o la cuarta. Todas
ellas existen y tienen identidad solo en relación con la serie a la que
pertenecen.
No
obstante, el libro de Valeria no parte de los elementos que constituyen la
serie, sino parte del último elemento, el que cierra la serie, el único cuerpo
que no está hueco, la última muñeca. Esta muñeca, esta mujer, se presenta en el
libro como un cuerpo aún no socializado, aún no vaciado por la cultura. Un
cuerpo que no tiene continuación, que no tiene un referente, que no tiene
relación con el afuera: “apagada la luz / pleno abrazo mis senos como acto de
pudor”. De este modo, sentimos miedo en la voz en el texto. No es un miedo
circunstancial, sino existencial. Se trata del angst que se instala en el
individuo apenas entra al mundo: “el aire está caliente y pienso mínima en
aquella noche negra y plana / magna donde me dejaron / abdicada abatida”.
La
primera parte de Matrioska (Siamesa) nos remite a la estructura misma del
conjunto familiar: “ahora siamesa / niña dentro de una niña.” Esta es una clara
crítica a cómo se construyen las familias, siempre alrededor de la figura de una
mujer-madre. ¿Hasta qué punto, parece preguntarse, esto no es algo que va en
contra de la individualidad de la mujer? La matrioska-madre es tan niña como la
matrioska-hija, no es realmente una madre. La jerarquía entonces se quiebra. Se
muestra como lo que es: una construcción arbitraria del poder masculino (digámoslo
con todas sus letras, el patriarcado) para la dominación de la mujer. Por ello la
enunciante repite constantemente: “déjenme sola”.
Durante
toda esa parte, destacan las referencias al cuerpo y la biología, como el
refugio de un individuo que aún no quiere ser socializado, que aún no quiere
ser parte de la estructura cultural que la condenará, que, por ello, aún no
quiere aprender a hablar: “ahora vacía de significado muda principalmente / lavé mi cuello / a
estas altas horas de rutina”. En todo momento, el cuerpo propio se encuentra en
conflicto con el discurso y las demás urdimbres simbólicas del mundo: “nunca
comprendí por completo acaso nova lengua en la quebradura del coxis”, “remordimiento
contractual en el abdomen / quieta muy quieta”.
La
primera parte termina con una pérdida. La voz le habla a la madre, su única
conexión con el mundo y le dice que lo ha perdido todo, que se ha hecho mujer.
Que ha entrado a la estructura jerárquica de la muñeca, que se ha vaciado, que ha
empezado a pertenecer a la cultura, que ha empezado a hablar, a sentir “el peso
de este lenguaje sin perder noción de la tradición”.
En
la segunda parte, Simbiosis, volvemos a la resistencia del sujeto de pertenecer,
de vaciar su cuerpo para tener otro dentro de sí. En todo momento, la lucha es
contra la estructura, contra la serie, contra convertirse en una de eses n’s. Leemos,
por ejemplo: “trenzar tu pelo / como comer miga de pan / como no desarrollar la
palabra / hasta mucho más tarde / madre / estar aquí dentro es terrible”. La
figura del hombre que se menciona al principio va desapareciendo y se fortalece
la lucha contra la reproducción: “he llegado a concluir que crecimos fuera del
vientre y creo que ese ha sido de toda la historia mundial nuestro más grande
triunfo”. De este modo, el conflicto contra la estructura no es solamente
contra una estructura patriarcal, sino contra una estructura capitalista de producción
y reproducción. La enunciante en Matrioska quiere escaparse del ciclo que se
repite de máquina-producto, que, en tanto es producido, reproduce, como explica
Marcuse, la explotación del sujeto: “un ciclo que se repite así como da vueltas
el ventilador viejo que tuvimos en san borja el esplendor y la crisis
inmobiliaria o la ajinomen que comencé a consumir compulsivamente tal vez por
la derrota matriculada en una casa vacía”. Ahí observamos otra vez el vacío del
individuo en este contexto sociocultural y otra vez también el angst.
Según
Heidegger, el ser, en tanto que Dasein, siente angst. Esta es una angustia,
como mencionaba antes, inherente a la existencia, es la angustia que da el
hecho de estar-ahí y de tener como horizonte seguro a la muerte. Este angst
recorre todo el libro, pero se materializa por completo en la tercera parte
(Matrioska) cuando aparece justamente la muerte. La muerte irrumpe la
conversación. ¿De qué muerte estamos hablando? “Arqueada nunca había conocido
la pérdida tan de cerca”, dice el texto. Siguiendo el hilo de las dos partes
anteriores, podríamos afirmar que estamos hablando del aborto. De la renuncia
de la mujer a pertenecer al sistema capitalista patriarcal, de simplemente
dejar su cuerpo lleno. De esta manera, se renuncia también a la socialización,
a la palabra: “el clima está bueno / nada que contar”. Por ello, la muerte de alguien
es “como la muerte de una estirpe entera”, es decir, como la muerte de
cualquier forma de continuar el ciclo, la herencia. “La muerte de alguien como
la incertidumbre de nuestros lazos”, ahora rotos por el aparente fin de la
matrioska. Pero, ¿es realmente así? ¿Se puede verosímilmente renunciar a la
estructura? ¿Por qué leemos en un momento que “nuestra casa no es nuestra casa
cuando la muerte de alguien irrumpe”? ¿Acaso se refiere a que el aborto hace
que la no-madre quede sola, apartada, sin un hogar? ¿O es algo más?
Volvamos
por un momento a la idea de serialización de Deleuze. Delueze afirma que al
final de una serie siempre hay un elemento que sobra, que no encuentra una
casilla vacía. Y recuerda un episodio célebre del libro Alicia en el País de
las Maravillas en el que Alicia se encuentra en la tienda de la oveja y está
observando un mueble. Observa siempre un estante determinado de dicho mueble y
ese estante que está observando siempre se encuentra vacío. Y el que está sobre
ese estante siempre está ocupado. Cuando eleva la mirada el objeto se desplaza
hacia el estante de arriba y el estante que observa vuelve a estar vacío. Ella
sigue levantando la mirada esperando en algún momento llegar a observar el objeto,
pero este, cuando ya no quedan más estantes termina atravesando el techo y
desapareciendo. Lo que afirma Deleuze es que toda serie necesita de ese elemento
que no pertenece a ella, que en apariencia no tiene identidad, que no se parece
a las demás. Es ese elemento el que confirma la existencia de toda la serie
como tal y de toda la estructura. Toda estructura necesita de ese objeto que Alicia
no puede ver, de esa última muñeca que no contiene a ninguna otra. Esa última muñeca,
la que detuvo el ciclo, es la que confirma toda la matrioska. Por ello su casa
no es su casa. Su casa, pese a sus intentos, sigue siendo un espacio vacío en
el que no puede sentirse bien, en el que seguirá experimentando los dolores
propios de convertirse en un animal social, cultural, propios de pasar por el
proceso de individuación. “Llueve una semana sin contemplaciones y la historia
se hace cada vez más antigua”, el ciclo se repite y todo suena a lo mismo,
mientras el dolor, el angst adquiere proporciones inmensas. Aquí entonces la
muerte del no nato no se convierte solamente en una manera de descubrir la
mortalidad, como en Heidegger, sino también de descubrir que la estructura es
inevitable; la muerte irrumpe en la conversación, pero no para callarla, sino
para justificarla, para continuar con el tiempo cíclico, característico de los
relatos del hombre, en el que, porque las cosas se repiten sin cambio alguno,
nada importa, en el que el celo, el hambre y la rabia, lo real, no interesan.
La matrioska está cerrada. La máquina sigue cumpliendo su cometido y la mano
invisible, masculina, permanece intacta.
Antes
de terminar, me gustaría hablar de cuál es la postura de la escritura en todo
esto. El poema, dice Mario Montalbetti, se resiste a hacer signo. No sigue la
clásica y ya arcaica estructura saussureana de significante + significado =
signo. En el poema el significante se conecta con otro solo guiado por un
sentido, una dirección que los ordena. Tampoco hay, como en Lacan, un point de caption, un zurcir, en el que
el significado se instala arbitrariamente para, por ejemplo, detectar un
síntoma. Es decir, el significante no da luz a un signo, no es llenado por un
signo. El significante, en el poema, ayudado por el sentido (las flechas que
guían las series) no es madre. No representa nada. Esto se observa muy bien en
el libro de Valeria: “la sal es la sal / el piso es el piso”. En todo el libro
se duda constantemente del lenguaje. El lenguaje ya está ideologizado, ya es
una unidad cerrada, explotadora, patriarcal. Entonces, ¿cuál es el rol de la
escritura en todo esto? La escritura intenta escapar de lo unitario. Si nos
fijamos en los poemas, estos están constituidos por verboides, terminan a veces
con cierta brusquedad, parecen un poco desordenados y van de un elemento a otro
rápida y minimalistamente. En todo momento, se resisten a ser unidad. Acaso eso
es lo que puede hacer el poema (por no decir la poesía). Renunciar a la
estructura sólida de la matrioska y guiarse por una arbitrariedad libre,
distinta, anclada constantemente en el cuerpo, en lo real, en lo concreto, quizá
no para resistir, pero sí para mostrar cómo funcionan los aparatos que nos aprisionan.
Quizá este libro, y habría que agradecerle a Valeria por ello, está para
enseñarnos que la dominación de la mujer es algo inseparable de nuestro sistema,
quizá está para mostrarnos la verdadera oscuridad que se esconde detrás del esplendor
del piso trapeado, las piedras y los hijos, para nombrar el dolor inherente a
la existencia en este mundo, para gritar: “déjenme sola”. Ojalá la escuchemos.
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