Los sábados, a la una en punto,
nos sentábamos frente al tele
para ver un episodio de Sankuokai,
nuestro programa favorito de la vida.
Después, había que alistarse para ir a
catequesis.
Botines bien embetunados, laca en el pelo
y camisas estilo western con bordados,
que era como nos vestían nuestros padres.
En el camino de casa al salón pastoral
con mi primo Wilson recreábamos
las peleas de Ayato y Ryu contra los
Gavanas.
Eran simulacros de karate y superpoderes,
bajo la sombra de los porós y los
nísperos,
por parte de unos vaqueros galácticos
que pronto harían la primera comunión.
Fernando, el carpintero del barrio,
era el encargado de enseñarnos todo
sobre los sagrados sacramentos.
Tenía fama de ser el hombre
más mentiroso del pueblo.
Todas esas enseñanzas de Jesús
para mí eran un verdadero calvario,
pero rebuscando un poco en la biblia
encontraba partes que me gustaban.
Eso de mirar los pájaros que no siembran
y los lirios que crecen sin cansarse.
Después de memorizar los mandamientos,
nos íbamos directo a la pulpería de Luz
donde comprábamos zarzaparrilla La
Mundial,
tosteles y fichas para jugar futbolín.
Poníamos canciones de Michael Jackson en
la rocola
y así terminábamos de gastar las tardes de
los sábados.
Anochecía y regresaba a mi casita de
madera
donde había un sagrado corazón de Jesús.
Imagen: Mariella Agois.
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