Cuando se piensa la poesía como un asunto meramente de libros, poetas y
su repercusión cuantitativa en el mercado, se pierde plenamente la función de
la misma en el horizonte cultural de una nación. Pretender que el despliegue de
la poesía pueda entenderse a partir, únicamente, de la satisfacción de los
lectores inmediatos de una obra determinada, resulta algo tan absurdo como
legitimar al rating como garante político y estético de los productos
culturales. Una postura tal no solo revelaría flacidez intelectual, sino un
desconocimiento elemental de la historia de nuestra poesía.
Pero lo importante aquí no es señalar las carencias interpretativas,
sino tratar de explicar cómo es que pensar la poesía implica necesariamente una
reflexión profunda acerca de la situación de la palabra en la sociedad; es
decir, pensar tanto su valor como las condiciones de aparición y circulación de
la misma.
Los años de violencia en el Perú nos dejaron un saldo cruel del cual
parece muy difícil recuperarnos. Si algo ha caracterizado a la política peruana
de los últimos años es el desprestigio cada vez mayor de la palabra. Tanto la
desviación ideológica de las grandes palabras de la izquierda en boca de los
senderistas como el ejercicio de censura y tortura de una vasta gama de vocablos
de contenido social por parte del fujimorismo nos han dado como resultado que
la palabra no solo se ha vuelto sospechosa, sino absolutamente inútil e
in-significante. De ahí que este sea el tiempo de alcaldes célebremente mudos y
campañas electorales en las que el slogan predilecto sea el de “hechos y no
palabras”. Todo esto, que sin duda es la expresión local de un fenómeno global
vinculado al triunfo de un modelo económico, nos ha llevado a un momento
crítico en el que empieza a traficarse con palabras como “Reconciliación” y
“perdón” no solo convertidas en slogans publicitarios de un gobierno endeble,
sino vacías de toda representatividad y consenso.
Esta in-significancia de la palabra en el período de posguerra, ha
traído una serie de consecuencias en el mundo de las letras y, especialmente,
en el de la poesía. Un aspecto clave para entender el lugar de la poesía en la
actualidad con respecto a su condición hace 30 años, es el hecho de que en la
década del 90 se haya dado el quiebre de una tradición que había permitido una
estrecha relación entre los escritores, el mercado y la esfera pública. Desde
Valdelomar – y junto a él el movimiento Colónida – hasta el Movimiento Kloaka,
el periodismo sería la actividad profesional en la que el oficio de escribir
alcanzaría a convertirse en una actividad productiva. La tribuna de la prensa
se convirtió no solo en el medio por el que los poetas terminaron por
asimilarse al mercado, sino el espacio legítimo de debate en torno al estado de
la literatura[1].
De ahí que habría que ser bastante ingenuo para pensar que la
repercusión cuantitativa en los medios de prensa que tuvieron colectivos de
poesía como Hora Zero (70s) o KloaKa (80s), se debió a que eran poetas
brillantes que lograron hacerse de un público lector de poesía que no podía
sino reconocer que estaba ante poetas brillantes. Más allá del talento de estos
poetas, es evidente que sus vínculos con las revistas y diarios de la época no
solo les facilitó la aparición en sus páginas culturales, sino que habría que
entender que, dada su condición, sus propias acciones constituían actos
públicos. Alguien mezquino pensará que este es un argumento mezquino y que se
está insinuando una suerte de amiguismo o padrinazgo. Para quien piense de esa
manera habría que decirle que de lo que se trata es de señalar cómo es que los
poetas ocupaban un lugar en la esfera pública, el cual se habían ganado,
precisamente, a fuerza de escribir, que muchas veces es lo único que sabe hacer
un poeta. Eran tiempos en los que el que se dedicaba al oficio de escribir
podía hacerse de un lugar como redactor en una revista o un diario, a
diferencia de lo que vino después en donde las redacciones periodísticas han
necesitado de los que escriben, a lo mucho, para la edición y corrección de
estilo de las columnas de nuestras figuras del espectáculo[2].
Esta cercanía de la poesía a la prensa corría en paralelo con la
participación de los poetas no solo en el circuito artístico, sino en el mundo
del entretenimiento y la política[3]. Varios poetas se convirtieron en
guionistas de cine y televisión (Watanabe es quizá el caso más activo y
resaltante) e, incluso, un grupo de poetas de finales de los 80s fueron parte
del equipo de guionistas de Iguana Producciones. Asimismo, a la relación de varios
de los poetas horazerianos con el Sistema Nacional de Movilización Social
(SINAMOS) y, en general, con las estructuras de poder del Gobierno Militar de
Juan Velasco Alvarado[4], le siguió la relación de varios miembros
de Kloaka (y otros poetas jóvenes) con revistas y diarios vinculados a
movimientos subversivos que fueron perseguidos y censurados por los gobiernos
de turno.
El periodo de posguerra traería consigo la paulatina instauración de una
suerte de policía de los discursos que resultaría en la toma de la prensa por
parte del gobierno y los grupos económicos. Varios de los poetas aún jóvenes
aprovecharían el momento para viajar al extranjero ya sea para estudiar o
simplemente para desaparecer por un tiempo. Desde entonces se empieza a cocinar
un progresivo vacío intelectual en la esfera pública que coincidirá con una
producción de poesía marcada por esta situación de desconfianza en la que había
caído la palabra.[5]
Terminada la década del autoritarismo la prensa quedará en manos
únicamente de los grupos económicos, pero mantendrá la misma estructura
impuesta por los mecanismos fujimoristas de control social. La noticia será
apreciada solo en su valor cuantitativo y su condición de mercancía estará
marcada por su potencia multiplicadora. La función de contar historias pasará a
las manos de un periodismo morboso que ya no solo hará del dolor y de la muerte
un espectáculo, sino que empezará a lucrar haciendo narrativas de los avatares
amorosos de las figuras públicas. Salvo pequeñas excepciones, los escritores
quedarán irremediablemente divorciados del periodismo. Los hacedores de
imágenes, como tanto temía Vallejo, habrían terminado por apropiarse de las
palabras.
Este fenómeno se tornará cada vez más crítico en la medida en que el
tránsito de lo impreso a lo virtual se hará bajo las condiciones de este tipo
de periodismo que encontrará en la web un espacio de libertad para desplegar
todas sus ocurrencias y nimiedades. De ahí que, por mucho tiempo, en el
imaginario social, lo virtual haya carecido de un valor real como para ser
tomado en serio. A diferencia de otros países, en el Perú la llegada de la web
significó una ampliación del abismo entre las letras y el público de lectores.
Contrario a lo que se suele creer, en casi todo este tiempo, la web no ha sido
ese espacio democrático de aparición, sino que con ella los criterios cuantitativos
se han radicalizado. Si bien existe la ilusión de aparecer públicamente, las
posibilidades de ser tomado en cuenta están relacionadas con cuestiones que
transcienden el talento. Muestra palmaria serán, por un lado, los bots y trolls que
son capaces de crear tendencias temáticas al interior de la web, manipulados
por intereses tanto políticos como económicos y, por otro, los portales
alternativos de noticias, los cuales se siguen manteniendo en un círculo
reducido de personas que, mal que bien, piensa más o menos lo mismo.
Pero cuando las condiciones para una transformación de los vínculos
sociales están dadas, solo es cuestión de tiempo para que empiecen a
vislumbrarse los cambios. A lo largo de los 2000 la conectividad a internet y
los motores de búsqueda no podían asegurar, necesariamente, el encuentro de
tantos blogs que más bien navegaban solitarios en un vasto universo todavía
demasiado opaco como para acceder a él sin una consigna previa. Pero en nuestra década
esto se ha modificado. Uno no necesita más que una cuenta de twitter, Instagram o Facebook para
iniciar flujos de navegación donde el azar y la programación algorítmica toman
el disfraz luminoso de la libertad. Al zapping televisivo de la televisión por
cable, le ha seguido el scroll compulsivo de las redes
sociales y el machine learning del sistema de recomendación de
plataformas como Netflix. La trampa de la libertad contemporánea estriba en que
por un lado las posibilidades de elección no pueden ser suspendidas y, por
otro, que las posibilidades de elección tienen a la totalidad como universo. La
libertad responde ya no a la posibilidad de elegir si no a la imposibilidad de
no elegir y no hay modo de escabullirse a las afinidades electivas que
construyen los aparatos interconectados.
Todo esto nos ha llevado a que en los últimos tres o cuatro años,
después de una larga ausencia pública, la poesía ha encontrado en las redes
sociales a un público dispuesto a consumir sus datos leyendo poemas. Las
posibilidades de la web – que nos permite movernos sin desplazarnos –, han
empezado a tejer redes de intercambio que hace algunos años hubieran sido
improbables. Sin moverse de su casa y sin (o antes de) conocerse personalmente
un número considerable de críticos y poetas han empezado a tener conversaciones
por Facebook, intercalando, inevitablemente, cuestiones cotidianas con la
situación actual de la poesía. A los menos perspicaces esto les parecerá
intrascendente, pero justamente la potencia de la tecnología está en su
capacidad para transformar los vínculos sociales.
Un evento reciente puede dar luces de lo que estoy diciendo. El 9 de
febrero a las 14:20, desde París, el escritor Diego Trelles (a quien no conozco
aunque hemos conversado por Facebook), etiquetó a Ánima Lisa en una publicación
en la que señalaba que en el número de diciembre de la revista de cultura de la
Biblioteca Nacional del Perú “Libros & Arte” había aparecido un artículo de
José Carlos Yrigoyen en el que para hablar de lo que él entiende por la crisis
de la poesía peruana joven, tomaba el título de un texto que yo había
escrito hace varios meses en torno a una discusión entre el crítico y el
colectivo de poesía sub-25[6]. Evidentemente ninguno de los
involucrados había leído el texto que, a decir verdad, poco aporta a la
discusión sobre poesía. Pero bastó ese salto a lo virtual, en unas fotografías
bastante incómodas para la lectura, para que inmediatamente empezaran a
aparecer todo tipo de reacciones.
Una constante en los comentarios sobre el artículo, ha sido la
insistencia en que no debería hacérsele caso a alguien como Yrigoyen. Pero,
después de todo lo que llevo dicho hasta acá, creo que hay una cuestión de
fondo por la que sí hay que tomarlo en cuenta y que responde antes bien a una
cuestión política que estética. José Carlos Yrigoyen Miró Quesada es quizá el
único crítico en Lima al que se le paga por comentar poesía (incluso, hasta
hace algún tiempo, trabajó haciendo lo mismo en el canal del Estado). Digamos
que es una especie de rezago de lo que fue en el algún momento el vínculo entre
poesía y periodismo que colapsó en la década del 90. Coincidentemente, sus
criterios estéticos van acorde con esta condición de resto, pero, aun así, ha
sabido incorporar a su visión ortopedista de la poesía el carácter cuantitativo
que tanto complace a los consumidores de estos días que sufren o gozan
leyéndolo semanalmente.
En ese sentido, hay que tomar esta discusión entre los más jóvenes del
horizonte poético peruano y el último crítico de poesía con tribuna en la
esfera pública, como síntoma de un momento de transformaciones.
En una de las imágenes más desafortunadas de su texto, Yrigoyen señala
que la poesía peruana está lejos de la vida, que no es noticia, que “es apenas
un periódico de ayer que cuenta hazañas en el estante de una hemeroteca”.
[Siento que después de escribir esa frase mi computadora se ha puesto más
lenta]. El crítico no se da cuenta de que la notica está ahora en el feed
news de las páginas de Facebook, y que mientras siga teniendo
bloqueados a varios de los más activos representantes de la poesía joven, el
único que estará lejos de la poesía seguirá siendo él mismo. Yrigoyen se
encuentra preocupadísimo por que los poetas jóvenes confundan “el faro con
peñascos y terminen en el océano del solipsismo intrascendente”, cuando lo
único que necesitan los poetas jóvenes es un punto de luz para conectar sus
celulares y seguir navegando por tiempo indefinido.
En nuestra época, como la de los dioses olímpicos, todo está dominado
por el rayo. El cable de fibra óptica, como sostuviera Virilio, ha sucedido a
la abertura de las ventanas en la fachada de las viviendas. El encuadre del
paisaje ha sido eclipsado por el selfie. La pantalla ha sustituido
al horizonte. De ahí que sea urgente repensar el reparto público de lo escrito.
El paso del papel a los soportes digitales no solo trae consigo la instauración
de nuevas estructuras y jerarquías en las prácticas de lectura y escritura,
sino que altera las condiciones políticas de la palabra.
Al final de cuentas, toda esta discusión, en la que las partes caen
muchas veces en la nostalgia por la tradición y la aspiración por tener una
cierta autoridad sobre el canon[7], es solo el asomo de nuevos flujos que
parece que reconfigurarán los espacios desde donde la poesía se encuentra con
la vida.
*
En un documental del 76, Herzog se introduce en el condado de Lancaster,
Pennsylvania, en donde se celebra un extraño concurso anual alrededor de las
subastas ganaderas. Se trata de una suerte de ritual verborreico en el que los
subastadores compiten por quien es el que alcanza la mayor velocidad verbal al
momento de ofrecer las reses. Esta gimnasia de la lengua es presentada como un
arte producto del capitalismo donde lo cuantitativo se convierte en el criterio
fundamental para el éxito de las ventas[8].
El título original del documental es “How much wood could a woodchuch
chuch?” (¿Cuánta madera roería una marmota?) que es un conocido trabalenguas en
lengua inglesa y que el campeón del certamen lo señala como su favorito:
“How much wood would a woodchuck chuck,
If a woodchuck could chuck wood?
He would chuck as much wood as a woodchuck could
If a woodchuck could chuck wood.”
Lo interesante es que se trata de un trabalenguas casi autorreferencial
en el que el ejecutor se enfrenta a la masa verbal casi de la misma forma en la
que el roedor se enfrentaría a la madera. Sabemos que los trabalenguas son
expresiones de la literatura popular que nos hacen vérnosla con la materialidad
del lenguaje a través de una serie de rimas y aliteraciones que terminan
entorpeciendo la dicción; pero el asunto es que el campeón, entrenado en este
arte cuantitativo desde los 6 años, no presenta la menor dificultad para
pronunciarlo. De igual manera, al momento de realizar las subastas, su dicción
corre a la velocidad de las cifras de una manera tan extraordinaria como si
fuera una voz capaz de competir con las pantallas en las que se suceden las
fluctuaciones de la bolsa.
Este asunto me lleva pensar en un modelo explicativo que ha dominado
todo el horizonte de la poesía moderna y que queda condensado en aquella frase
de Agamben según la cual “la poesía es aquello que regresa la escritura hacia
el lugar de ilegibilidad de donde proviene, a donde ella sigue dirigiéndose”
(los trabalenguas, a su vez, serían algo así como la contraparte oral de esta
definición). Sin embargo, pienso que los nuevos tiempos habrán de llevarnos a
reformular las nociones de legibilidad e ilegibilidad vinculadas a la poesía.
En un espacio como el virtual donde la in-formación descansa en un fondo
de ilegibilidad cuantitativa, quizá ya no sea suficiente pensar a la escritura
poética como un ejercicio de resistencia a la legibilidad absoluta del capital.
Si, como dice Padilla, el terreno en disputa sigue siendo el lenguaje, hay que
pensar su condición frente a la in-formación y a una nueva etapa del
capitalismo en el que el lenguaje de programación es el sustrato de las nuevas
formas de comunicación mediada.
De igual manera, estos tiempos nos están llevando a la necesidad de
reformular la pregunta acerca de la materia prima con la que trabaja el poema.
Si esta sigue siendo la palabra, habría que entender que la misma ya no es
producto de un trabajo artesanal que la fija sobre el papel impreso, sino que
la era digital, en que la palabra ha aprendido a viajar a la velocidad de la
luz, reclama una reflexión profunda en torno al código numérico que subyace a
la articulación electrónica de la letra.
Todavía nadie se preocupa por lo que
ocurre al interior de su teclado…
**
Me veo tentado a pensar constantemente en que la historia de la poesía
moderna en el Perú no es sino la de la apropiación de los medios de producción
de texto por parte de los poetas e intelectuales. Así ha sido, al menos, desde
González Prada hasta el movimiento Kloaka. Después de 26 años en los que la
censura, los grupos de poder y las todavía confusas transformaciones
tecnológicas no dejaban demasiado campo de acción, empiezan a aparecer nuevas
formas de apropiación que tienen que ver con el manejo de las redes sociales,
la programación y la creación de contenidos. Ese es el terreno que viene
explorando la poesía más reciente y, antes que “evaluar” los textos de estos
poetas, hay que valorar la intromisión política de su propuesta que es capaz de
introducir gifs, memes y viralizaciones en el terreno sacrosanto de la poesía.
Por lo pronto, estos
poetas[9] no se han autodenominado
experimentales ni nada por el estilo – pese a que Yrigoyen, debido a su
lejanía, haya entendido eso a partir de un artículo en que Roberto Valdivia,
miembro del colectivo sub 25, calificaba de esa manera a la poesía de un grupo
de poetas que están entre los 30 y los 35 años[10] –, sino que han señalado a la
sinceridad como la característica fundamental de su propuesta[11]. Más allá de que, para los que nunca se
equivocan, esto no es sino la expresión de una ingenuidad muy tierna, lo que
habría que rescatar es que en un país donde la palabra está tan desprestigiada,
un grupo de artistas vuelven a depositar en ella su confianza. Ya veremos
cuánta materia verbal alcanzan a roer estos poetas. Solo queda activar nuestras
notificaciones.
[1] Esta es una idea en la que ha insistido más
de una vez Rodrigo Quijano. Parte de esta formulación es producto de diálogos
que hemos sostenido en distintos momentos. Un ensayo interesante donde
desarrolla los orígenes de esta irrupción pública de las letras será “Cien años
de Colónida y desColónida” en Hueso Humero n°66.
[2] Hay un
fenómeno global que tiene que ver con la suplantación en los medios de la
figura del escritor por la del comunicador. Más allá del community
manager como representante de las empresas en el espacio
virtual, las mismas figuras del deporte y el espectáculo contratan a
comunicadores para que se encarguen de “crear los contenidos” para sus propias
páginas de Facebook o Instagram. Precisamente, uno de los miembros de Ánima
Lisa se dedica, como actividad productiva, al manejo de las redes sociales de
uno de los conductores de un popular programa televisivo.
[3] Es
evidente, como señala Luis Fernando Chueca, que la aparición de estos proyectos
poéticos no responde autónomamente a procesos literarios, sino que se produce
en diálogo con procesos sociales más amplios. Ese es el marco de fondo de la
argumentación. De ahí que no se trata de que el análisis de los vínculos entre
prensa y poesía explique plenamente la situación actual de esta última, sino
que es la arista que me interesa tratar en esta ocasión. Para mayor información
acá el artículo de Chueca sobre el Movimiento Hora Zero:
http://lospoetasdelcinco.cl/20/Ensayo/luis_chueca.htm
[4] Años
después, en 1990, Hora Zero anunciaría su adhesión al proyecto político de
Izquierda Unida.
[5] Me
refiero a una poesía marcada por la descreencia ideológica, el nihilismo y, en
muchos casos, el repliegue hacia una poesía intimista o del cuerpo. Sin
embargo, estas son generalizaciones sobre las que habría que detenerse con
mayor cuidado. De momento se ha hablado acerca de la presencia pública del
poeta, pero aún no se ha profundizado acerca de cómo esta condición afecta (si
lo hiciera) al poema. Ya habrá tiempo para tratar estos temas.
[6] Aquí el
link del artículo del cual Yrigoyen copia el título. Lo singular es que el uso
de ese título ni siquiera va acorde con lo que sostiene en el texto. En
realidad, pareciera que no lo entiende y termina exigiendo algo así como que
“los enanos deberían de empezar gigantes”: http://animalisa.pe/resenas/tambien-los-enanos-empezaron-pequenos/
[7] Así como
parece que siguen pensando la obra poética restringida a la concepción
tradicional de “libro”. De estas cosas ya habrá tiempo para hablar en otro
momento.
[8] Un claro
ejemplo de esto en nuestra televisión serán las hipnotizantes intervenciones de
Marco Antonio en la “Teleferia” y, más recientemente, el último comercial de
Inca Kola con actuación especial de Pepe Lucho.
[9] En
realidad, pareciera que no se trata solamente de poetas, sino de un grupo de
artistas articulados a partir de intereses comunes en los que palabra tiene una
particular fuerza integradora. Es interesante que estas movidas respondan a
iniciativas vinculadas a la poesía, ya que hace 8 años, cuando Ánima Lisa
empezó su actividad artística, salvo los tradicionales festivales de poesía, no
existía nada parecido y fueron los círculos de música experimental y,
posteriormente, de arte contemporáneo los que acogieron nuestra propuesta.
[10] Una de
las cosas que más crítica JCY de estos poetas, es el autobombo constante en sus
publicaciones. Parece que el crítico también está bastante lejos de entender lo
que podríamos denominar estrategias de marketing. Quizá uno de los más grandes
publicistas de la historia de la literatura peruana sea el propio Mariátegui.
No solo presentaba los libros que imprimía cómo “auténticamente revolucionarios
y vanguardistas”, sino que tenía muy sutiles estrategias para la subsistencia
de sus proyectos. Acá una frase que aparecía constantemente en las páginas de
la revista Amauta:
[11] Para mayor información pueden leer el siguiente
artículo de Roberto Valdivia sobre lo que él reconoce en la movida de los
poetas más jóvenes: http://poesiasub25.com/articulos/2018-es-lo-sentimentalito/
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