Tal
vez chillaban en sus raigones, pero yo sólo oía los ojos entre los cuernos como
nube frotada. Miraban cabizbajos en el sopor de los mataderos los infiernos de
la digestión y las enzimas baratas.
Trazaban
una astronomía perdida en los rincones de la orina.
La
chapa gris lamía los eclipses de la hierba, lamía las heridas del transportista
cuya fijación se divide entre el arcén y la prostituta negra.
La
grasa del animal es una aguja kilométrica que engorda la úvula y las
pantorrillas.
El
fláccido amante que se arrodilla ante la fusta de cuero sin que lo sepan sus
hijos legítimos y consume pastillas de omeprazol después de cenar churrasco
poco hecho.
Se
atragantan con su carne.
Saben
que no sobrevivirán a este viaje, pero el psiquiatra cojo también espera,
la
novia abandonada también espera,
el
anciano al que le tiemblan las manos también espera el día.
Quieren
aplacar los mugidos con ketamina y compresas de gasoil.
Si
la carne de bovino sigue bajando, se arruinarán las cooperativas. Cordero de
Dios que quitas el pecado del mundo.
La
vida es una cinta que mide 10.000 kilómetros. Todo depende del pedal del
acelerador. El conductor cumplirá con su trabajo y los mozos abrirán las
compuertas. En realidad, nosotros tampoco somos más felices, hacinados por
decreto con aquellos a los que odiamos.
Los
terneros viajan desde Holanda hasta España para el engorde. Después, vuelta a
Holanda. Siempre por carretera.
Proteínas
que fermentan con el vino tinto, hormonas inyectables que destrozan el hígado,
pensamiento que deglute los ciclos del carbono.
Somos
como esos animales, su culto a la asfixia, la sangre malgastada en las
herrerías.
Al
oeste, los grandes aserraderos. Al norte, las plantas de recauchutado.
Un
boxeador golpeará con sus puños roncos las costillas de la vaca colgada de un
gancho de acero. Chivos expiatorios con la trenza del miedo y las tribunas de
la soledad parlante.
[Del libro Transporte
de animales vivos, Badajoz, Aristas Martínez, 2013]
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